Su
última moneda de 50 pesos cayó dentro de la maquinita de juegos de la chancera,
pero ninguna más salió de nuevo, ese era un día con poca suerte para Adolfo León
Arango Londoño.
Algo similar le sucedía hace treinta y tres
años cuando en un juego de cartas apostaba las obleas que su madre le encargaba
para vender y terminaba perdiéndolas con sus amigos. La diferencia es que ahora
a sus 46 años, aun viviendo con su madre, ella no lo castiga con una “pela”
sino que entiende su pasión por este juego y sabe que es de lo poco que lo
entretiene y divierte desde hace veinte años, después de que su vida diera un
giro inesperado.
Hace
veinte años, cuando Adolfo tenia 26, se levantó una mañana y notó que algo en
su cuerpo no andaba bien, sentía toda su parte izquierda inmóvil. Sus grandes
ojos negros solo podían mirar hacia un lado porque le era imposible girar su
cabeza hacia el frente. La preocupación de su familia era indudable pero nunca
se imaginaron a que punto llegaría este infortunio.
El
medico le receto cantidad y variedad de medicamentos. Después de unos días, la
parálisis cesó, lo que tranquilizó a su familia y a él mismo, pensaron que solo
era una enfermedad momentánea, causada por los baños de agua helada, que él
solía darse después de un caluroso día de trabajo.
No
obstante, al cabo de ocho meses, el martirio continúo. Adolfo no se sentía
sano, estaba sufriendo una enfermedad poco común, cuyo nombre conoció varios años
después. Los médicos y especialistas no comprendían de qué se trataba, los
exámenes apuntaban a serios daños en su sistema nervioso pero no descifraban el
nombre del padecimiento, ni mucho menos una solución para este.

La
DMD de Adolfo es de tipo Focal, lo que quiere decir que existe lesión en un
área muy restringida del cerebro y afecta a una región localizada del cuerpo,
en su caso, el brazo izquierdo, pie izquierdo y parte izquierda de su rostro, por
esta razón la situación de Adolfo es difícil de tratar.
A estas
alturas, Adolfo ha tenido que padecer más de 400 inyecciones dolorosas y 400
más, un poco menos, así mismo, incontables números de pastas (actualmente se
toma cuatro diarias) y cinco operaciones de cerebro, para las que su corta,
pero vasta, cabellera negra ha tenido que ser cortada del todo.
En
el interior de su velludo pecho, Adolfo lleva incrustada una pila, la cual es
controlada por un control parecido a un control remoto. La pila esta conectada
a varios cables que le atraviesan el interior de su cuello y suben al cerebro.
Hace
tres años que le adaptaron este mecanismo con la intención de controlar sus
movimientos y permitirle abrir sus ojos por una mayor cantidad de tiempo, sin
necesidad de pastillas. Sin embargo, como expresa su hermana María Inés Arango,
con la mirada irritada: “Esa pila no le sirvió de nada, eso era un experimento
de los médicos, antes él estaba mejor.”
Adolfo
no tiene complicaciones intelectuales o algún tipo de trastorno mental. Pero
las personas a las que tiene que enfrentarse a diario, sea en la iglesia, en la
clínica, en las maquinitas tragamonedas o en la puerta de su casa siempre se
han detenido a mirarlo y lo primero que concluyen trasciende a este tipo de
enfermedad.
En
su casa, donde pasa la mayor parte del tiempo, Adolfo vive acompañado de doña
Mariela, su madre de 77 años. Y a pesar de que él es quien responde por lo
necesario en su hogar, gracias a su pensión de jefe de caddies de hace veinte
años, sigue siendo el niño regañado por su madre, apreciado por sus vecinos,
quienes le tienen un gran respeto y se han convertido en sus amigos y consentido
por su familia, quienes lo llaman de cariño Fofo.
Si por algo se caracteriza este hombre de
barba y pelo en pecho; es por su ternura, respeto, amabilidad y generosidad. No
es sino que alguien diga que necesita un favor, para que se ofrezca de
inmediato en hacerlo, siempre y cuando su condición se lo permita. Sin embargo,
su notable peculiaridad de acomedido hace que doña Mariela lo juzgue diciendo:
“Es que él es más bien atacado, porque suele ser inoportuno, estresante y termina
haciendo daños”.

Igualmente, las sobrinas que Adolfo más aprecia y que viven enseguida de su casa, lo consideran a veces desesperante y paranoico, afirman que desde pequeñas él se estresaba y desesperaba si salían a jugar y ahora él siempre esta revisando las puertas, las empuja varias veces para asegurarse que estén cerradas y así se la pasa gran parte del día.

Igualmente, las sobrinas que Adolfo más aprecia y que viven enseguida de su casa, lo consideran a veces desesperante y paranoico, afirman que desde pequeñas él se estresaba y desesperaba si salían a jugar y ahora él siempre esta revisando las puertas, las empuja varias veces para asegurarse que estén cerradas y así se la pasa gran parte del día.
No
obstante, ellas aseguran que Fofo, como lo llaman, es el tío a quien más
quieren y valoran, no por la condición de salud en que se encuentra, sino por
su excelente personalidad y por todo el cariño que les ha ofrecido desde que
eran unas pequeñas.
Un
día cotidiano de la vida de Adolfo se traduce a levantarse temprano, comprar el
diario; para un delicioso almuerzo hecho por su madre, hacer los quehaceres domésticos,
salir muchas veces a la tienda, a la panadería; para comprar los dulces que le
encantan, o a la chancera para hacer un chance o a lo que más le divierte -
aparte de ver los partidos de fútbol del Deportes Quindío- : jugar en las
maquinas tragamonedas.
Sin
que todavía haya hecho efecto la pastilla de las tres, con su única mano
completamente móvil, Adolfo hace un esfuerzo por abrir sus grandes, pero poco
visibles ojos, para responder mirándome de frente: “No, no recuerdo mi ultima relación
amorosa, ni mi ultimo momento de verdadera diversión o felicidad, creo que eso
fue hace mucho tiempo”.
A
estas alturas, lo único que satisface de alguna manera y entretiene a este
tierno personaje es una buena y abundante comida; aunque él come de todo sin
chistar y lo disfruta, una tarde de juegos de maquinitas o un buen partido de
fútbol; sobretodo si es del equipo de quién se declaró hincha desde hace años: su
Deportes Quindío.
Adolfo expresa, con nostalgia reflejada en su
rostro, que cuando estaba algo más aliviado solía ir a todos los partidos de su
equipo, a los cuales era llevado por el cuñado al que más quería y con el que compartía
esta pasión, el padre de sus sobrinas preferidas. Los dos se divertían jugando
fútbol y asistiendo a cuantos partidos de diferentes equipos pudieran. Pero
ahora, con su enfermedad más prolongada y después de un año de la muerte de su
cuñado, para Adolfo es mucho más difícil y realmente, no le dan muchos ánimos.
Adolfo ha tenido que convivir veinte años con
esta enfermedad. Veinte años en los que acciones de la vida diaria,
prácticamente ejecutadas con una sola mano, se le convirtieron en una travesía.
Veinte
años arrastrando uno de sus pies al caminar, sin poder poner su cabeza completamente
de frente, sin poder abrir totalmente los ojos, sin poder hablar claramente,
sin poder trabajar, sin tener alguna relación amorosa o algo que se le parezca,
sin un día de extrema diversión, veinte años de una vida a medias sin grandes
emociones.
Adolfo,
siendo un hombre creyente en Dios, católico, se pregunta cada día qué fue lo
que hizo tan mal que Dios lo castigo de esta manera, aún no entiende por qué le
toco a él y en qué momento su vida de un hombre normal, apuesto, trabajador,
con muchas amistades, novias, pasiones, se convirtió en una vida distorsionada
sin rumbo, sin más aspiraciones que pasar el día y sobrevivir.
Con
el paso de los años, Adolfo se ha adaptado y acostumbrado a este nivel de vida,
pero en su interior va acumulando optimismo, con la esperanza de ser sanado,
sino fue por los números médicos porque fue y sigue siendo tratado, que sea por
obra de Dios. Empero, en la vida de Adolfo Arango solo existe una palabra que
el asume con motivación: Resignación.
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